Durante décadas, el crecimiento económico ha sido el principal indicador de éxito en los sistemas tradicionales. Se mide el aumento del PIB, la expansión de las industrias, la productividad de las empresas y el rendimiento financiero de los países. Sin embargo, esta visión ha demostrado ser limitada. ¿De qué sirve crecer económicamente si ese crecimiento no se traduce en una mejor calidad de vida para las personas? ¿Qué pasa cuando los beneficios se concentran en unos pocos y se desdibujan los vínculos comunitarios? Frente a este panorama, el modelo cooperativo ofrece una propuesta profundamente humana: una economía al servicio de la vida, no de la acumulación.
Las cooperativas nacen de una lógica distinta. No están orientadas exclusivamente al lucro, sino a satisfacer necesidades reales de sus asociados y comunidades. Su objetivo no es maximizar utilidades para unos accionistas ausentes, sino distribuir equitativamente los beneficios entre quienes participan activamente en su desarrollo. Esta dinámica transforma la relación económica: ya no se trata de competir a toda costa, sino de colaborar para que todos vivan mejor.
El modelo cooperativo plantea una economía con propósito. En lugar de enfocarse solo en indicadores financieros, prioriza el bienestar integral: salud, educación, estabilidad, participación democrática y desarrollo personal. En este sentido, la economía cooperativa no se queda en el “cuánto crecemos”, sino que se pregunta “para qué y para quién crecemos”.
Además, el modelo cooperativo promueve una mayor equidad. A través de la participación activa y la toma de decisiones democrática, los asociados se convierten en protagonistas de su destino económico. Esto empodera a comunidades que tradicionalmente han sido excluidas del poder financiero y les brinda herramientas concretas para transformar su realidad. En contextos donde la desigualdad es una herida profunda, las cooperativas se presentan como espacios de inclusión y justicia.
Otra de las grandes virtudes del modelo cooperativo es su sostenibilidad. Al priorizar el bien común, las cooperativas suelen adoptar prácticas responsables con el entorno, fomentando economías circulares, solidarias y respetuosas con el medioambiente. De esta manera, no solo se piensa en el presente, sino también en las generaciones futuras.
En definitiva, “economía para vivir” implica redefinir las reglas del juego. Implica entender que la verdadera riqueza no se mide solo en cifras, sino en la posibilidad de construir una vida digna, plena y compartida. El modelo cooperativo nos recuerda que la economía no debe ser un fin en sí misma, sino una herramienta para construir sociedades más humanas. Porque vivir bien es mucho más que simplemente crecer.
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